La primera noción sobre los cuatro
escritores que nos van a ocupar sería su coincidencia
en dos aspectos fundamentales. Ellos cuatro están muy
próximos en la edad. Así, Ramiro Pinilla, nacido
el año 23; Martín-Santos, el 24; Pablo Antoñana,
el 27; y Mendiola, el 29. El segundo dato se refiere a la fecha
de publicación de sus primeras novelas importantes. Las
ciegas hormigas gana el Nadal del 6O y se publica al año
siguiente en Destino. Tiempo de silencio aparece el 62,
en Seix Barral. Mendiola gana también el Nadal en el 62,
y Pablo Antoñana sale al ruedo literario el año
63 con No estamos solos. Puede hablarse, por lo tanto,
de generación -la del 60- si nos atenemos a las premisas
que, de forma habitual, se fijan críticos e investigadores;
otra cosa serían los criterios estrictamente literarios
y las actitudes éticas, sociales o incluso políticas
que se derivan -de manera nítida o solapada- de su obra
y que podrían aglutinarlos o marcar las diferencias.
No se me oculta la dificultad
que, debido a un espacio de síntesis, conlleva este acercamiento
a nuestros cuatro autores. Trataré de centrarme en aquellos
puntos que me parecen insoslayables, y de arriesgar, en el caso
de Pinilla y de Antoñana, alguna idea o interpretación
que pueda acercarnos un poquito a dos autores postergados (gravemente,
en el caso de Pinilla, por nuestra sociedad literaria y sus grupúsculos
de poder).
De entrada, al estudioso le asalta
una tentación por otra parte legítima: la de saber
qué elementos de unión existen entre estos cuatro
hombres de letras, y cuáles, contrariamente, los separan,
al margen de su condición de coetáneos y, si me
apuran, hasta vecinos. Está claro que, de los cuatro,
es Luis Martín-Santos quien recuerda más al intelectual;
puede que sea por su labores de investigación en el terreno
de la siquiatría -una disciplina tan cercana al hombre-,
o acaso por sus dotes de gran conversador, brillante polemista
y ciudadano comprometido con el mundo -pujante y poco vertebrado-
de nuestra política en la década. No obstante,
estos cuatro autores reconocen deudas literarias parecidas, cuando
no similares. En el ámbito estricto de las letras, y mientras
retrocedemos en el siglo, parece acentuarse la evidencia: el
escritor es un autodidacto (nos guste o no lo peyorativo de un
término que se usa para disculpar, y no para enaltecer,
a quienes se aplica). Creo, sin miedo a equivocarme, que el bagaje
literario de los cuatro es parecido, aunque los gustos y preferencias
varíen sustancialmente. También es común
a todos ellos -y no podría ser de otra manera- el desvelo
por un país que, tras un aciago destino histórico,
intentaba evadirse de su último infortunio. La Euskalerría
de Pinilla, la Navarra vieja de Antoñana o el Madrid de
Martín-Santos no son otra cosa que trozos casi sangrantes
de un país descoyuntado, acéfalo y sin norte. Ninguno
de los tres -porque Mendiola comienza pronto a preocuparse por
otras y diferentes trascendencias- hacen explícito el
remedio; pero, al menos, queda la exposición y el testimonio,
la denuncia hasta donde era posible, y, sobre todo, una pintura
ácida, el friso de un país desamparado (y no desencantado,
como ahora es el caso) donde no se veía amanecer. Son
más las coincidencias que las divergencias lo que caracteriza
a nuestros cuatro autores. Sin embargo, el eco de sus obras respectivas
sí será muy diverso; extremadamente favorable en
el caso de Martín-Santos, progresivo en Antoñana
y Mendiola, y cada vez más débil, por una extraña
y del todo injusta relación de causa-efecto, en Ramiro
Pinilla, siendo éste, de todos ellos, el escritor de más
extensa obra, con libros de una palmaria riqueza de significados.De
manera menos detectable, estos autores, a través de su
narrativa, se ayudaron a vivir, lucharon para no perder su albedrío
en una coyuntura histórica donde lo fácil era la
renuncia a la dignidad propia y colectiva: días de silencio
para aceptar lo establecido, doblar el cuello o aventurarse,
a ojos cegarritas, por los senderos más gratificados.
Hace pocos años, en El Escorial, un catedrático
de la Complutense me preguntaba quién era -a mi juicio-
el narrador vivo más importante de Euskalerría.
Le contesté sin dudarlo. "Ramiro Pinilla", dije.
Mi interlocutor, asintiendo, me preguntó seguidamente:
"Pero este hombre ¿qué hace ahora?. Respondí:
"Lo que todo escritor de raza: escribir..."
Las ciegas hormigas es la novela más conocida de Ramiro
Pinilla. Fue premio Nadal y premio de la Crítica. No es
su mejor relato, aunque tenga un atractivo poderoso y se observen
en él algunas de las constantes que se repetirán
en el total de su obra (la acción se desarrolla en Guecho,
concretamente en La Galea, al iniciarse nuestra posguerra). Pinilla
es un novelista fiel a un entorno; como ocurre con Onetti, en
la nebulosa Santa María, o con Faulkner en el sureño
Yoknapatawa, Ramiro hace de su municipio -el propio Guecho, Las
Arenas, Neguri- el ámbito donde se mueven sus personajes.
También es fiel a un tiempo histórico concreto,
que tendría su límite en el medio siglo y puede
retroceder a sus primeras décadas. Ahí se siente
cómodo el narrador, quien, siguiendo su costumbre de reducir
espacios, repite personajes; seres como Asier, la maestra o los
Baskardo reaparecen en sus novelas y enlazan con hechos y actitudes
descritos anteriormente. Queda también claro que la compresión
espacio-tiempo otorga intensidad a estas ficciones y les concede
verosimilitud. En Las ciegas hormigas se evidencia un
motivo común a otros relatos; lo procura el compromiso
ético del personaje central, quien, como en la epopeya,
lucha con un destino irrefragable y casi siempre adverso. El
héroe se deja llevar más por su intuición
que por sus reflexiones. Algo profundo, genético, una
especie de código instintivo que no necesita explicaciones
empuja al protagonista en línea recta. Hay dignidad, no
tozudez, en esta forma de dar sentido a lo que, para los demás,
sería una actitud disparatada. Es el caso de Sabas en
Las ciegas hormigas, de Isidora en Verdes Valles,
de Antonio en Antonio B. el Rojo, de Asier en Huesos
o en Quince años; y de manera paradigmatica
y casi desorbitada, de Txiqui Baskardo, el selvático patriarca
que representa al vasco primigenio, no contaminado por el progreso,
la gusanera del nacionalismo o el prurito étnico mal interpretado.
Este héroe, que siempre hace uso inmarcesible de su libertad
("La libertad -dice Pinilla- es nuestro mayor bien y, a
la vez, el don que más nos cuesta preservar"), este
héroe, repito, siempre de extracción humilde y
obedeciendo a su conciencia más profunda, es también,
y aunque él no lo busque a priori, un conductor, un líder,
alguien que marca una ruta de la que no va a apartarse lo más
mínimo. Pero esta elección, esta seducción,
va mucho más lejos, hasta el mundo animal. Así,
en Recuerda, oh, recuerda, el macho dominante de un rebaño
de llamas -seres perniciosos trasladados a Guecho desde ultramar
para escándalo y miedo del vecindario- es la bestia señera
que simboliza un sentimiento de autonomía no compartido
por sus victimarios.
Seno es otra gran historia de R.P y marca un poco el
ecuador del novelista. (La herencia de un caserío dará
lugar al peregrinaje de los clanes familiares hasta la playa
de Arrigúnaga, donde los ancestros se apareaban entre
las olas y donde, ahora, sus tataranietas parirán todas
al mismo tiempo para que un infante afortunado herede la casa
solariega.) Hay en Seno, una vez más, fidelidad
a las leyes que impone la naturaleza y simpatía hacia
quienes supieron interpretar sus normas indeclinables. Un deslumbramiento
colectivo, una locura aceptada con naturalidad crearán
situaciones que fluctúan entre lo patético, lo
desmesurado, lo chusco y lo maravilloso. Pinilla hace gala de
una sorprendente imaginación (no fantasía, que
es siempre más fácil y huele a cosa banal); desborda
a los lectores con la fragancia de unas fábulas entreveradas
y la fulguración de personajes cuyas peripecias se complementan
para darnos un mosaico de un dinamismo pocas veces igualado en
nuestra narrativa. Seno es una novela construida con astucia;
el tono nunca sufre alteraciones y propicia una atmósfera
peculiar que, desde el comienzo, atrapa al lector y lo sumerje
en parajes que nos envuelven suave y tenazmente con su temperatura,
sus ritmos, sus relieves y la contundencia de las imágenes.
El tiempo de los tallos verdes es un relato cuasipoliciaco. Presenta
a un personaje que reaparecerá más tarde en las
novelas Quince años y Huesos. Se trata de
Asier, muchacho tullido de las piernas, alrededor del cual se
desarrollan tres historias singulares y unidas entre sí.
En Quince años se dan, cruzadas e irremediables,
dos historias de amor, o mejor, de amor y desencanto; ambas tocadas
de la perentoriedad y la incomprensión que suelen ser
substrato de la infancia y de la adolescencia. Asier resurge,
junto a los maestros y el vecindario de Las Arenas, en Huesos,
novela corta de indudable plasticidad, donde la ternura de las
gentes buenas y humildes, las secuelas de nuestra guerra, el
miedo más visceral y los afectos no confesados configuran
una historia que roza el virtuosismo. Aquí, la vertebración
de la novela, el desarrollo de la anécdota y los diálogos
se complementan de tal modo que forman una síntesis perfecta
en la que nada sobra y nada falta; es un ejercicio de maestría
que pasa -y no podría ser de otro modo- por la naturalidad,
el equilibrio y esa fría pasión, o esa fe, que
todo gran novelista pone en sus criaturas. La novela está
trazada con unas pocas líneas, aunque, eso sí,
firmes y vigorosas. La ausencia de retórica es una virtud,
y las personas no dan razón de sus sentimientos: cuanto
acontece habla por ellas. Las descripciones responden a lo estrictamente
necesario; tienen un carácter funcional, nunca decorativo.
Parece como si el novelista hubiera alcanzado, en este último
relato, la máxima eficacia con el menor número
de elementos. Es una especie de "minimal" (si me permiten
ustedes la comparación con un "ismo" pictórico)
construido con un lenguaje que el propio novelista llamará
"invisible", renunciando a mecanismos verbales que
no sean más que eso. Es la sencillez -no la simplicidad-
elevada a su enésima potencia.
No quiero dejar de lado la importancia
de una novela que Pinilla publica (editorial "Libropueblo"),
en la década de los ochenta:Verdes valles, colinas
rojas. Es el primer libro de una trilogía cuya segunda
parte está ya corregida; y la tercera, comenzada. Nuevamente
Guecho, sus vecinos y, una vez más, el enfrentamiento
entre el mundo agrario -bueno en sí mismo o, al menos,
inocente- y el desarrollo imparable de la economía industrial
y de la vida urbana. EnVerdes valles se cuenta la derrota
del caserío ante la fábrica, la sumisión
de la economía de subsistencia ante el dinero, y también
la pérdida de identidad de toda una raza -con sus constumbres
y tradiciones más queridas- por mor del progreso y de
sus tentaciones (Esaú y el plato de lentejas). Hay, sin
embargo, en Verdes valles una abierta simpatía
hacia el proletariado, hacia los tristes inmigrantes de la orilla
izquierda, sometidos a los patronos y enfrentados a las primeras
escaramuzas -huelgas, paros, manifestaciones- para su paulatina
redención. Contrapuesta, la figura de la dueña
del caserío -una etxekoandre acomodada y con dengues
bucólicos- aparece como el emblema del nacionalismo en
su dimensión más empobrecedora. Hay un miedo enfermizo
al mestizaje -que supone contaminación- y repudio a quien
viene de fuera o aparece por una esquina con otro rostro y otra
sangre. Es un miedo particular, egocéntrico, de raíz
religiosa. Nace de la propia comodidad, de la hegemonía
que se ejerce como derecho. "El nacionalismo no se explica,
no hay palabras", dice un personaje de Pinilla. No obstante,
este pequeño mundo nacionalista y aristocrático
adolecerá de venalidad, será el primero en venderse
a la incipiente industrialización; pasará, con
el mismo sustrato de intolerancia, orgullo e hipocresía,
de la yunta de bueyes al despacho de dirección. Celoso
de sus verdes colinas, las trocará, sin atrición,
por atardeceres bituminosos; sobre su cabeza no cantarán
los mirlos, va a resonar, con su horizonte de billetes, el rumor
de la correa transportadora. Porque hablamos de nacionalismo
y no debemos olvidar que el novelista, comprometido a muerte
con los mitos de su país, nos legará la figura
impresionante, distorsionada a fuerza de ejemplar, de ese Txiki
Baskardo, descendiente de los cuarenta y ocho vascos primitivos,
de los ancianos que se reunían bajo las ramas del roble
de La Galea y dictaban leyes naturales y benignas. Llegará
un día en que Txiki Baskardo, abandonado de los suyos,
se quedará solo, con la única compañía
de sus hijos, convertido en cimarrón, en máveric,
en leyenda viva y algo tenebrosa del País Vasco (en la
playa de Arrigúnaga, la marea que sube ha borrado sus
huellas). Como siempre, Txiki sigue fiel a la naturaleza, a sus
ciclos y mudanzas, a las viejas leyes; pero descubre un día
que el roble primigenio fue sustituido, allá en Guernica,
por otro más joven y pujante. Alrededor del nuevo tronco,
los vascos descendientes de aquellos cuarenta y ocho fundadores
se inclinan para reverenciarlo. Estos vascos sumisos pactaron
con el desarrollo, viven en ciudades, su forma de trueque es
la moneda y apenas si entre ellos se reconocen. Sus hijos y sus
nietos se engendran sobre colchones de muelles, no en las rompientes
que blanquean la playa. ¡Han perdido tantas cosas! Y así,
el último Baskardo arranca el roble de la Galea y lo arroja
al mar con una furia silenciosa. Ni ramas, ni tronco, ni raíces;
quedará sólo el olvido.Txiki Baskardo, personaje
clave en las ficciones de Pinilla, supone la nostalgia del escritor
por las formas de vida primigenias, próvidas y rebosantes
-para él- de dignidad y de nobleza. Mito del buen salvaje,
del hombre libre físicamente y en el terreno espiritual:
un ser en busca de pureza. Txiki denuncia la transgresión,
las adulteraciones de toda índole que, para la humana
convivencia, produce un exacerbado nacionalismo en cualquier
espacio, colectividad o geografía.
Debo señalar como notorios
los rasgos épicos de alguna de estas novelas. Los personajes
se enfrentan, casi siempre, con problemas definidos que parecen
rebasarlos. Éstos no se resuelven tras una serena introspección;
por el contrario, decide una voz profunda, casi inconsciente,
que sobrenada los niveles más hondos de la conciencia:
casi pura biología. De semejante forma actúa Sabas,
llevado por una fuerza elemental, conducido, inducido; sólo
cuando acaba la novela, y ante el hormiguero, se permite un sombrío
comentario. O bien Nerea, la niña perturbada por sus celos,
o el maestro de Guecho, dispuesto a espiar hasta sus últimas
consecuencias el daño que causará en Asier -espectador
involuntario- una esporádica y ajena refriega erótica.
Seres, por lo tanto, clavados a su destino, movidos por ese fatum
del que no logran desprenderse. Y la épica se funde
con la moral; los personajes no escapan a los dictados de una
conciencia inamovible, no moldeable, que actúa con un
rigor casi despótico.
Parecería contradictorio
hablar de humor en las novelas de Pinilla, pero este rasgo subyace
-mitigando la aridez o el dramatismo de ciertas situaciones-
en amplias zonas de aquéllas. Seno tiene personajes
de una indudable comicidad, como los tiene La guerra secreta
de doña Toda o El Salto. La ironía es
el catalizador que con mayor frecuencia emplea el novelista para
aliviar rigideces, perfilar mejor un personaje o edificar una
metáfora de algo que sólo así adquiere su
auténtica dimensión.
Conviene señalar la simpatía
por una escritura elíptica; lo sugerido, lo no dicho,
lo circular y en sombra tienen gran importancia. "No es
lo mismo decir que contar", me comentó el autor alguna
vez. Y luego: "Decir nos aproxima al periodismo; contar,
a la literatura con mayúsculas. Sin misterio queda muy
poco; el misterio -lo que adivinamos que el escritor ha querido
traspasarnos con sutiles referencias- es el secreto, lo cercano
a la poesía, lo que nos puede emocionar". Ramiro
Pinilla sabe -nos lo acaba de decir- que los libros pueden llegar
a ser una de las más apasionantes y gratificadoras experiencias
humanas. |
LA PASIÓN
BAJO EL SILENCIO |
Un escrúpulo me alcanza a la hora de referirme
a Luis Martin-Santos. Pocas veces, una obra tan exigua ha despertado
tanto interés y ha originado comentarios tan vastos y
precisos por parte de ensayistas, profesores y estudiosos de
nuestra literatura. Aportar ideas originales se me antoja, cuando
menos, pretencioso. Opto por señalar algunas de las notas
más sobresalientes que se han apuntado -y que comparto-
sobre la novelística del autor donostiarra.
Luis Martín Santos ve
con ojos críticos la sociedad de su tiempo. Digamos que
la ve con desasosiego y con dolor, pero no sin esperanza. Esta
esperanza en su posible regeneración le llevará
a escribir Tiempo de Silencio, que, ante todo, será
una crítica acerba de las miserias de su tiempo; ritos
y mitos puestos en solfa. Tiempo de Silencio tiene voluntad
moralizadora. Late en el novelista una perplejidad -a veces,
rabia no disimulada- ante el dolor, ante los muchos males que
padecemos. Y son explicables estos sentimientos en un hombre
sensible, enfrentado (no olvidemos que es siquiatra) con las
zonas oscuras de nuestra conciencia. Sus exegetas han señalado
la influencia en su obra del pensamiento existencialista. Creo
que, dentro de ese ámbito, serán los pensadores
franceses Sartre o Camús quienes más lo impregnarán;
y supongo que también conocería -dada su gran erudición-
parte de la obra de Jaspers o Heidegger, a pesar de la innegable
complejidad y las dudosas traducciones. El protagonista deTiempo
de Silencio es un ser débil y desasistido en una sociedad
donde lo absurdo tiene unos perfiles casi reales, cotidianos,
que se pueden palpar. Enajenado o alienado, Pedro llega a decir,
con un convencimiento masoquista, que el castigo es el único
consuelo para la culpa, y su auténtica redención.
Se nos ha dicho que Tiempo
de Silencio es una novela de arquitectura tradicional, que
arranca de modelos latinos y emparienta con haceres de nuestro
siglo de oro. Goza también del interés por lo histórico,
de apoyos culturales y de esa querencia por el cruce de planos,
perspectivas y enfoques que la aproximan a la novela-ensayo.
(Es notable la decidida intervención del narrador en repetidas
digresiones, siempre alejándonos del cauce argumental.)
Pero, por muy clásica que ahora nos parezca, por entonces
-comienzos del sesenta-, la novela española llevaba otra
derrota, y la irrupción de Tiempo de Silencio fue
como abrir una ventana al campo, desatascar los grifos o, para
muchos, recibir una desacostumbrada ración de proteína.
Martín-Santos cree en
los procesos dialécticos para llegar a la verdad (Hegel
y Marx están ahí, como no podría ser de
cualquier otra forma). Además, él se pregunta por
el mecanismo que modifica nuestro comportamiento; desde luego,
una buena cuestión para un siquiatra.
Nuevamente -y gracias a esta
novela- vuelve a recuperarse el gusto por la subjetividad, arruinada
bajo la cámara de Robbé Grillet y los objetivistas,
y vuelve el hombre, héroe o antihéroe, con su bagaje
de sentimientos, a ser el eje o el núcleo de la novela
y a decir: "Estoy aquí y soy más importante
que esa silla, ese sonido o la sombra de mi brazo; estoy aquí
para contarte lo que me pasa, porque sigo viviendo y necesito
decírtelo".
Tampoco debemos olvidar finalmente
que, cuando irrumpeTiempo de Silencio, los narradores
españoles estaban escribiendo, si no lo habían
hecho ya- obras muy apreciables. Recordaremos, sin irnos muy
atrás, a los citados objetivistas, con Sánchez
Ferlosio a la cabeza; en esa línea, a García Hortelano,
Fernández Santos o Jorge Cela Trulock. Sigue dando el
realismo social buenas novelas, como en el caso de Aldecoa, Juan
Goytisolo, Carmen Martín Gaite, Ramón Nieto o Luis
Romero; y hay una novela de clasificación más problemática
y de un mayor lirismo (citemos el Alfanhuí de Ferlosio
o los relatos conmovedores de Ana María Matute). Pronto
llegaría la literatura latinoamericana -con los hombres
del celebrado "boom"- para calentarnos el paisaje.
Nos queda en el tejado la posible
influencia de Tiempo de Silencio en la narrativa posterior. Ésta,
rápidamente, comenzaría a ensayar nuevos procedimientos.
En cualquier caso, la novela del donostiarra forma, con El
Jarama y La familia de Pascual Duarte, tres hitos
insoslayables. |
En el año 1962, José María
Mendiola gana el prestigioso premio Nadal con la novela Muerte
por fusilamiento. Dos años antes, a un cuento del
mismo autor: Diez mil cigüeñas, se le concedió
el primer premio de relatos "Ciudad de San Sebastián".
Debo decir, y no creo engañarme, que este joven concurso
cobró, a partir de entonces, una importancia notoria entre
los certámenes que se convocaban en el país. Diez
mil cigüeñas es un cuento emblemático,
de una insólita perfección; tanto es así
que todavía hoy lo recordamos admirativamente. Diez
mil cigüeñas basa su anécdota en un hecho
real: la concentración de cientos de estas aves -acaso
fueran sólo mil- con el objeto de emigrar juntas hacia
un destino lejano. El protagonista, entusiasmado con la idea
de poder verlas pasar, se perderá el evento -irrepetible-
al quedarse tontamente dormido. Diez mil cigüeñas
es la parábola del perdedor (como se dice ahora).
El héroe fracasa por su displicencia, por su debilidad;
su ilusión quedará truncada para siempre.
Mendiola se mueve cómodamente
en este ámbito de los seres menores, de las pequeñas
frustraciones, de los cotidianos desengaños. El protagonista
de su cuento nos da más rabia que pena, apetece hacerle
serios reproches. Está claro que, a Mendiola, el mundo
le causa desasosiego; hay algo que no encaja, alguien -y no sabemos
quién- está burlándose de nosotros.
Las dimensiones del cuerpo
humano es una novela
corta que gana el premio "Ciudad de Irún". Aquí,
la historia está impregnada por el absurdo o, sin llegar
a tanto, por la estupidez y el sinsentido. Mendiola conoce bien
-posiblemente por su experiencia en la gestión de empresa-
el área de las tareas administrativas u oficiales, los
despachos, las oficinas, los pasillos y mostradores, las ventanillas;
y el volátil mundo del informe, la instancia, el certificado,
los impresos, las pólizas. Como ven, un laberinto donde
el ciudadano se convierte en folio, ficha o dato de casillero.
Súñiga, que protagoniza esta novela corta, busca
tan solo una sepultura, un hueco decente donde dar descanso a
los pobres huesos. La burocracia, con todo su aparato de complicados
resortes, hará imposible una cosa tan elemental, y Súñiga,
ante la desconfianza de los Organismos y las Corporaciones, bajo
la mirada reticente de los funcionarios de diversa condición
y variopinta calaña, irá entrando en un pequeño
infierno donde la razón, el sentido común y la
buena voluntad son sistemáticamente vulnerados.
Mendiola no es partidario de
lo complejo, de lo excesivamente elaborado, de la técnica
por encima de todo. Poseedor de un estilo fácil, simpático,
fluyente, le basta su olfato de escritor para atrapar una idea;
y su buen pulso, para llevarla, gracias a una sintaxis nítida,
a buen puerto. Mendiola es un escritor inteligente, capaz de
adobar sus relatos con la sal y la pimienta de una ironía
y una mordacidad distribuida en sus justas proporciones.
En la década de los ochenta,
el escritor donostiarra publicará vayos ensayos sobre
temas religiosos -como La vida es fácil o En
busca de la experiencia de Dios, testimonios de su profunda
preocupación ante la existencia. En fecha ya reciente,
y tras este paréntesis en su literatura de creación,
publicará varios relatos, de temática infantil
y juvenil, en editoriales especializadas.
José María Mendiola
posee todos los elementos técnicos necesarios -amén
de buena información- para darnos una novela original
e importante. La trayectoria mercantil del País Vasco
en la década de los sesenta -de la que él formó
parte como destacado directivo- no sería un mal tema.
De momento, nos conformamos con unos libros breves, despojados
de cualquier ampulosidad, tiernos, precisos, donde se hacen patentes
su lucidez y su desenvoltura. |
En 1996, el escritor navarro Pablo Antoñana
recibió en el monasterio de Leyre, de manos del príncipe
Felipe, el premio "Príncipe de Viana". Así
se reconocía la propuesta de uno de nuestros escritores
más singulares y sugerentes, fiel a sí mismo y
a su irreductible dibujo ético, un narrador que tuvo siempre
el buen gusto, el decoro, la sana disposición, de mantenerse
alejado de la camorra literaria, lugar que aún se reparte
entre Madrid y Barcelona, y donde se tejen y destejen -casi siempre
de forma harto peregrina- las famas, los dineros y las conciencias
del intemperante escribidor.
Pablo Antoñana transita
por un mundo hecho a su medida, o a la medida de una subjetividad
que aflora de continuo y trasciende la anécdota del relato.
Ese mundo está hecho con retazos de historia y peripecias
vividas por seres que ya no están, pero que vuelven y
se revelan -poderosos- en los recovecos de la página.
Es un territorio de muertos -o malmuertos- que acuden a la memoria
de los vivos; éstos tocados ya por esa inadvertible podredumbre
de los que piden regresar y se alimentan parasitándonos.
El escritor nos cuenta hazañas lacerantes, relatos cruentos
protagonizados por seres que no alcanzan nunca la estatura del
mito, ni la rigidez del arquetipo, pero que perduran en la mente
del lector con una luz quemante y algo malsana. Casi siempre
trátase de personajes que el destino zarandea; muchos
de ellos, torvos comparsas de una representación en la
que les ha correspondido un papel callado o vociferante, activo
o soterrado, grandioso o mínimo. Ellos tienen, muchas
veces, conciencia de ese fatum, de esa etopeya, y gritan
para decir que no, gesticulan, se refugian en aventuras disparatadas.
La mayoría, pese a su acatamiento o a su rebeldía,
tienen conciencia de ser marionetas, de moverse al compás
de quien soporta los hilos. Son, en palabras de Tomás
Yerro -que los conoce bien-"seres primitivos y puros
guiados por su propio y único destino".
Antoñana, apasionado de
los viejos documentos, de los legajos y los infolios perdidos
en el sueño de las gavetas que ya nadie consulta, halla
en ellos un auténtico hontanar de fábulas en las
que lo doméstico, lo privado y poco trascendente, se abraza
con la cosa comunitaria y pública, con los trazos gruesos
que nutrirán su historia. Ha sido, pues, testigo indirecto
de innumerables episodios, lector de intensos fragmentos, cada
uno de los cuales abre la puerta a una novela. Quizás
por eso mismo, entre otros considerandos -como pueden ser sus
propensiones y preferencias estéticas-, Antoñana
propende a una construcción acumulativa, hecha de esos
mismos fragmentos, y en la cual, para aumentar aún la
complejidad e inestabilidad del discurso, solapan los planos
y las voces de quienes intervienen en la ficción.
Antoñana, padre de la
imaginaria República de Ioar, es un buen conocedor del
siglo XIX y de una Navarra que durante este período se
entrega, de una manera enajenada y feroz, a su tenaz y casi jubiloso
aniquilamiento. Los relatos de Antoñana, sin ser costumbristas,
fijan un mosaico extenso -aunque formado por pequeñas
unidades- de lo que fueron las guerras carlistas y sus servidores:
soldadesca, clérigos, santeros, iluminados, militares
de fortuna y tahúres de toda laya. Parecida chusma, como
en una nueva nave de los locos, va confundiendo, y amalgamando,
y malversando sus vidas. Esta iconografía, que pudiera
haberse disfrazado con los ropajes de un romanticismo de corte
valleinclanesco, resulta, en ocasiones, tan patética,
que se aleja de Valle. Aquí hay muy poca galanura, donaire
corto y muy escasa gratificación. La sordidez y la brutalidad
-casi rozando lo teratológico- va tragándose un
mundo que alguna vez pudo ser grácil, bello y condescendiente,
albergue de unos seres que creyeron en la dicha. Lo caedizo,
lo enfermo, lo fungible; todo lo que avisa de su próxima
desaparición tiene en la prosa de Antoñana un encaje
perfecto; son las cosas: luces, muebles, visiones, que acompañan
a los que ya están muertos y no lo saben aún, o
a quien, como el aya y casi madre devota de Gerardo María
de Mayela (el bienquerido niño monstruoso) desea morir
para reunirse con su amado infante: "Quiero que me lleven
-dice ella en su agonía- allá donde tú
estés".
Pablo uliliza la elipsis, el
contrapunto, el flujo de conciencia que avanza o retrocede, la
estructura cerrándose. Añade un sabio, inteligentísimo
caos -ma non troppo-, a situaciones y criaturas que tienen
en sí mismas el germen de la desproporción, de
lo irrazonable.
Leer a Pablo Antoñana
es como echarse al coleto un trago fuerte, casi un tósigo.
Y como ocurre con los mejores venenos, nos sabrá dulce
mientras nos rompe poquito a poco. |
Jorge G. Aranguren, escritor |